¿De dónde viene el hábito tan difundido de postergar cosas importantes, llamado técnicamente procrastinación, lo que acarrea a la larga tanto stress, ansiedad y culpa?

Según expertos en la materia se trata de una forma de lidiar con emociones difíciles de sobrellevar y estados de ánimo “negativos”, como el temor, o la incertidumbre frente a determinada misión o tarea. Se trata de una reacción automática frente a algo que nos disgusta, desagrada o nos resulta molesto.

La conciencia opera en forma complaciente y conformista asociada a una motivación débil y aspiraciones bajas.

A nivel del funcionamiento de nuestro cerebro es conocido por los investigadores el llamado “efecto de urgencia”, que tiende a dar prioridad a la satisfacción inmediata por encima de las recompensas a largo plazo

Desde hace siglos los rabíes del Talmud se referían al “yetzer hará”, que es el impulso que nos lleva a desviarnos y a malograr nuestros mejores propósitos. En este contexto lo podríamos llamar “el impulso de la distracción”. No puede ser eliminado pues forma parte de nuestra naturaleza, pero sí puede ser encauzado y dirigido hacia metas constructivas.

Al respecto el Talmud cita a Rabí Tarfón: “La jornada es corta, y mucho es el trabajo, los trabajadores son perezosos, la recompensa es grande y el dueño de casa nos apremia”. Ética de los Padres 2:15.

Autoridades en el tema del manejo del tiempo como el profesor de Psicología de la universidad de DePaul Joseph Ferrari, afirman que, en su forma crónica, la procrastinación puede provocar trastornos disfuncionales y reducir la calidad de vida. En este caso se recomienda la consulta psicoterapéutica.  Ferrari concluye que todo el mundo procrastina, pero no todos son procrastinadores.

Hay modos comunes de racionalizar el aplazamiento de una acción o tarea que requieren hacerlo en el momento. ¿Recuerdan el famoso logo de Nike, “just do it”?

Jim Rohn nos dice algo muy cierto: “Cuando uno realmente quiere hacer algo encuentra la manera. Cuando no lo quiere hacer encuentra una excusa”

Muchas veces se difieren cosas para último momento, bajo el pretexto de mejores logros bajo presión; sobre esto alguien acotó jocosamente: “si no fuera por el último minuto no alcanzaría a hacer nada” …

A veces se trata del miedo a fallar y ser juzgado por ello; de este modo se evita una posible frustración y la inseguridad sobre el resultado.

Otras veces uno se convence que tiene suficiente tiempo, o que uno no es lo suficientemente bueno, o la tarea es aburrida, demasiado grande o difícil, o no muy clara o que alguien se lo está impidiendo.

Se evita así la acción para sentirse mejor en vez de adquirir algo nuevo de la experiencia que se trata de eludir.

También el perfeccionista es proclive a diferir, en la medida que el individuo se fija estándares difíciles si no imposibles de satisfacer, lo que lleva a la parálisis y al aplazamiento. En la misma línea S. J. Scott comenta que “la pereza y la procrastinación crean pobreza y hábitos”.

En general se tiende a confundir esta propensión a postergar con pereza. No es lo mismo. Esta última sugiere apatía, falta de voluntad, inactividad, mientras la primera es fruto de una elección, entre hacer algo ahora o más tarde.  

En cuanto a la postergación acota Robin Sharma: “Hay que moverse por prioridades, ese es el secreto del dominio del tiempo”.

Un chiste ilustra sobre el tema:

Una persona le pregunta a otra:

– ¿Hay un instituto de rehabilitación para procrastinadores?

-Sí, hay uno, pero aún no ha abierto…

Daniel Kripper
Autor de “Vivir con Mayúscula”.